Autor: Alberto Moncada
En 1970 se difundió superficialmente en España el libro de Infante La Santa Mafia. El comentarista de un diario madrileño lo calificaba de libelo, y a renglón seguido se lamentaba de la falta de información sobre fenómeno tan importante de la España de posguerra. Sin embargo, si se reflexiona un poco, se comprende la dificultad de tal empresa en el contexto informativo del país. Porque ¿de quién podría partir la iniciativa?
Quienes tratan de conocer y dar a conocer esta "Asociación" (el Opus Dei) desde un punto de vista sociológico tropiezan con la dificultad, real o presunta, de que el describir comportamientos, lazos de intereses, etc., choca contra un "pudor" oficial respecto a la revelación pública de los contemporáneos. ¿Quién sería capaz de publicar hoy un libro importante sobre el affaire Matesa?, ¿o sobre las negociaciones "concordatarias"?
A esa dificultad se añade el problema de la obtención de los datos. En esto el Opus Dei no se distingue especialmente de la mayoría de las organizaciones que necesitan de la adhesión o de la aprobación de terceros para el desarrollo de sus actividades. Todas ellas tienden a hacer público lo que beneficia a su imagen y se guardan muy mucho de dar a conocer lo que, a su juicio, podría perjudicarla.
Cualquier grupo, como cualquier persona, tiene en su ejecutoria aciertos y desaciertos, momentos felices y otros desgraciados. De modo que lo normal es que pongan más énfasis en declarar sus intenciones que su comportamiento. Y cuando tratan de éste suelen subrayar sus aspectos positivos. El problema de la credibilidad nace cuando terceros, con una u otra intención, ponen en duda la adecuación de los comportamientos a los ideales o intenciones declarados y especialmente cuando enjuician todo ello desde una perspectiva óptica distinta a la "patrocinada" por el grupo en cuestión.
Sin olvidar que en la mayoría de los fenómenos religiosos los interesados suelen afirmar que sólo pueden entenderlos quienes participan del credo respectivo. Ello puede ser cierto en términos doctrinales, a tenor de la mayor o menor familiaridad del critico con las intimidades esotéricas del fenómeno. Pero deja de serlo cuando se trata de analizar comportamientos. ¡Aviados estaríamos si todo el mundo pudiera justificar sus acciones por una especial "venia" de la divinidad.
Estas u otras ideas parecidas debería estar rumiando J. N. cuando nos encontramos en Londres meses después de la publicación del citado libro. El es, o era entonces, miembro importante de la oficina central de información de la Obra en Roma. Al comentar el tema me confió que él no veía la manera de que la gente entendiese el Opus Dei a menos que el libro en cuestión fuese escrito por alguien que, habiendo sido de la Obra, hubiese dejado de serlo. Es decir, por un buen conocedor, pero con la perspectiva que da la ausencia de lazos de ciega lealtad, virtud esta que con tanta frecuencia nos hace contar las verdades a medias.
El fenómeno Opus Dei, como tantos otros que oculta el misterio o el secreto, tiene poco interés para el gran público, una vez conocido. Nadie se interesa morbosamente por el comportamiento de unos miles de católicos que tratan a su manera de ser consecuentes con su fe, a menos que a tal grupo se le atribuya, como es el caso, la mitad de las venturas o desventuras de un país.
De ahí que por el simple procedimiento de contar toda la verdad se puedan pinchar los varios globos que entre todos hemos inflado: el Opus Dei y la política, el Opus Dei y los negocios, etc. No olvidemos que el asunto afecta básicamente a nuestro país, ya que el Opus Dei no tiene una dimensión internacional importante, ni por su influencia religiosa ni por lo que se refiere a su aureola "tentacular".
Y en cuanto a España, por supuesto que han ocurrido cosas que justifican la versión crítica, pero en menos medida que la generalmente atribuida.
La Obra, como tantas otras organizaciones religiosas a lo largo de la historia, ha sufrido ese comprensible espejismo de creer que para conseguir el "advenimiento" de la fe a las conciencias era muy conveniente disponer de plataformas de influencia civil. El paso del tiempo, las experiencias más o menos tristes y la recepción interna de las nuevas actitudes de la Iglesia católica han sometido a sus dirigentes a un doloroso y fructífero proceso de purificación que ha concluido, al menos por ahora, en un explícito repudio de esa manera de actuar... aun cuando todavía sea muy fuerte el lastre del pasado y existe la dificultad, general a todas las Iglesias, de hallar vías aptas para la predicación de la fe en la sociedad contemporánea.
Más importante es la adecuación del comportamiento del Opus Dei a sus ideales y la naturaleza de ellos. Porque este es el tema. Y para decirlo en pocas palabras, lo dramático de la cuestión es que una organización que cautivó la voluntad de tantos españoles de valía en determinado momento se encuentra atrapada en un conflicto desgarrador entre la fidelidad a una manera anticuada de entender la dimensión humana más radical, la religiosa, y la confrontación con el más agudo de los cambios que la civilización ha conocido.
Hoy por hoy, los dirigentes del Opus Dei han hecho una apuesta al pasado, una opción a lo pretérito, tanto en el modo de vivir la fe cristiana como en su entendimiento de la historia de los hombres. No puede, por tanto, extrañar que se encuentren en colisión con las nuevas formas de religiosidad que están emergiendo en la Iglesia católica a partir del Vaticano II y con las ideas y fuerzas más vigorosas en la configuración de la civilización del futuro.
En la primitiva doctrina de la Obra se encontraban, aunque en estado germinal, profundas intuiciones acerca de los "signos" de los tiempos, válidas y atractivas semillas de espiritualidad que están siendo soterradas por las preocupaciones inmediatas de estrategia eclesiástica y por una insuficiente pretensión de reajuste, de acomodo a la circunstancia y de mejoramiento de su imagen pública.
Los directivos del Opus Dei, con las limitaciones de su respectiva biografía, tratan de entender el mundo que les rodea y hasta realizan correcciones de matiz, tanto en su simbiología como en las instrucciones de comportamiento que dirigen a sus subordinados. Pero de una manera tan poco convincente y tan llena de prejuicios y lagunas, que la mayoría de los sucesos les cogen de improviso. Ello se debe a la ausencia de una cualidad, para mí fundamental, que tienen las personas y los grupos que han movido la historia: capacidad de anticipación del futuro.
Sin embargo, sería ocioso lamentarse de ello, porque, dados los condicionamientos a que está sometida la institución, mal se puede pretender que reaccione con rapidez ante los nuevos hechos y sepa dar de ellos una interpretación global y profunda. Estos condicionantes son para mí: a) el tratarse de una organización, b) dependiente de la Iglesia católica, c) de origen español.
Uno de los temas que preocupan hoy más a los sociólogos y psicólogos y que produce más abundante bibliografía es la presente crisis de las fórmulas tradicionales de asociación. Nacidas para la satisfacción de necesidades y aspiraciones humanas, han ido evolucionando -en el tiempo de que tenemos constancia documental- de lo general a lo especial.
La familia, por ejemplo, ha tenido hasta hace poco tiempo un carácter de grupo polifacético, donde el hombre satisfacía la mayor parte de sus necesidades y la mujer la totalidad de sus aspiraciones. Una civilización agrícola, fijada al suelo y dependiente de éste, permitiría que en el seno de la familia o en relación a ella el hombre ocupara la mayor parte de su día y recibiera ilustración para entender y evaluar su vida y los acontecimientos. El "trueque" en economía y el "vasallaje" en política eran relaciones básicamente ínter familiar es. Hoy la familia se ha especializado, podríamos decir, y se ha convertido en una comunidad afectiva en la que los hombres y las mujeres buscan un cauce estable para el amor y los hijos encuentran o debieran encontrar un afecto protector. La familia está dejando de ser unidad económica, educativa, profesional, religiosa y política, porque el hombre encuentra grupos especializados donde satisfacer mejor esas necesidades en beneficio de una creciente autonomía personal. Los movimientos de emancipación femenina se sitúan en este contexto evolutivo y tienen en la autonomía económica y profesional sus más importantes manifestaciones.
Sin embargo, al privarse a la institución de los otros fines y reducirse sus miembros, se requiere una mayor calidad del lazo afectivo, es decir, un mayor esfuerzo para el mantenimiento. De ahí que las crisis familiares, entre hombre y mujer y entre padres e hijos, sean hoy por una parte más dramáticas y por otra más frecuentes. Cuando los interesados se dan cuenta de que lo único que realmente ponen en común es la vida afectiva primaria, sin que se pretendan otras sumisiones, cuidan esos lazos de amor y renuncian o pactan en las restantes influencias recíprocas.
De lo contrario, los individuos buscan la comunidad afectiva en lazos permanentes o temporales con otras personas o grupos. Léase "comunas" juveniles o amores extramaritales. Esta evolución va paralela a la de la prosperidad, por-que es muy difícil comportarse libremente, en el sentido descrito, cuando se está muy condicionado por la dependencia económica.
En los otros tipos de asociaciones sucede lo mismo. El instinto que tienen las sociedades más desarrolladas para mantener a las instituciones en su fin y reaccionar cuando pretenden pasarse de la raya es cada vez más notorio. Por ejemplo, las mezcolanzas entre actividades políticas y mercantiles son repudiadas con una efectividad cada vez. Mayor y casi imposibles de realizar sin que la opinión pública, mejor informada, pase la "factura" a los interesados.
Pues bien, el Opus Dei es una institución con multitud de actividades, como se deduce de las cosas que se hacen en su nombre o en las que invierte su dinero o el tiempo de sus socios.
Es una familia mitad convento mitad hogar de clase media, constituido por cientos de casas en las que se supone que un buen número de personas, la mayoría de sus socios no casados, comen, duermen, guardan su ropa y reciben afecto y atención.
Es una federación de instituciones de enseñanza con docenas, quizá cientos de centros administrados bajo el control de los dirigentes de la Asociación.
Es una plataforma de información y formación religiosa a través de los ejercicios espirituales y demás actos o reuniones de esta o similar naturaleza que organiza.
Es una central de asesoramiento en cuanto que dispensa consejo y orientación, de palabra o por escrito, a cuantos están obligados o desean tener estos servicios.
Es un mecanismo de financiación por cuanto necesita cubrir los gastos de muchos de sus socios y de sus actividades.
Todo ello genera servicios complementarios de variada índole, entre los que destacan, en el plano material, las construcciones para albergar personas y actividades, y en el plano directivo, las gestiones para conseguir aprobaciones, permisos y buena voluntad de las autoridades civiles y eclesiásticas, y, más recientemente, el apoyo de los medios informativos.
Como organización es, pues (el Opus Dei), una institución plurifacética que ha dado origen a una estructura burocrática cada vez más extensa y en la que, a pesar de los buenos deseos de sus dirigentes, las reglas de eficiencia no brillan especialmente. Tampoco es que puedan brillar mucho, porque los mecanismos de adopción de decisiones, de información, etc., se rigen por una mezcla de criterios religiosos, eclesiásticos y empresariales de difícil interconexión. Ya que si, por una parte, la organización espera que la Providencia "secunde" sus planes, éstos requieren una estrategia operativa que no puede incluir las intervenciones sobrenaturales. Al menos sistemáticamente. De ahí surge el problema de credibilidad sobre el fin del Opus Dei. Digan lo que digan sus dirigentes, las cosas que hacen ellos o persuaden a sus subordinados para que las hagan son tan variadas que no pueden reducirse a un denominador común congruente con la citada especialización institucional de la sociedad contemporánea.
La pregunta ¿qué es el Opus Dei? no tiene, pues, contestación clara y no puede válidamente sustituirse por la otra, ¿qué pretende el Opus Dei?, porque entonces pasamos al plano de las "intenciones" y ese es terreno movedizo.
Otro problema importante de las asociaciones humanas lo constituyen las tensiones entre autoridad y libertad, bien del individuo y bien común. Sería ridículo tratar de resumir bibliotecas enteras, pero parece que caminamos hacia una positiva conciencia mundial del carácter central, básico, sustantivo de la persona humana. Me faltan calificativos para describir ese camino penoso que la humanidad va recorriendo, verdadera epopeya, para llegar a descubrir que lo único que tiene valor en sí es el hombre, cada hombre, cada mujer. Que toda consideración no antropológica es, en principio, digna de desconfianza y que el único plano viable de consenso y concordancia entre los diversos sistemas religiosos, políticos y económicos es el del respeto máximo a cada individuo que nace y muere bajo el sol.
Yo suelo decir que lo que más trabajo me cuesta aceptar, en mi comportamiento diario, es que cada persona con la que me relaciono es más importante que todas las ideas e instituciones que conozco o pueda llegar a conocer. Con una excepción, yo mismo. Es decir, que primero me debo respeto a mí y después a los demás. Lo que pasa es que cuanta más calidad tiene mi vida para mí, más fácil me resulta el respeto a los demás. Y cuanto más envilecida está mi conciencia, más frecuentemente necesito recurrir al "amparo" de las ideas o de las instituciones para no respetar verdaderamente a cada persona.
Aceptar esto prácticamente es muy difícil, porque en este terreno, como en tantos otros. Occidente continúa "atrapado" por los planteamientos dualistas. En cualquier asociación humana se establece una distinción entre los que marcan las reglas del juego y los que han de someterse a ellas.
Esta distinción se alimenta de apelaciones "míticas", explotando el instinto humano de trascender la individualidad, y así surgen las ideas de bien común y tantas otras. Todas ellas, el bien de la patria, el del partido, el de la entidad comercial o deportiva, etc., terminan exigiendo adhesiones brutales de las que el hombre no puede defenderse... hasta que empieza a defenderse.
El proceso de defensa arranca cuando alguien comienza a sentirse incómodo con tanta cantidad de subordinación y con el precio tan costoso, en términos de autonomía personal, que ha de pagar por ser miembro de tal o cual asociación. Y generalmente se pone en marcha cuando el hombre alcanza unos mínimos de autonomía económica.
En el Opus Dei, como en la mayoría de las asociaciones religiosas, la cuestión se define como una entrega de la persona que consiste en poner a disposición de los que gobiernan sus aptitudes y valores personales. Mientras el grado de adhesión interior es suficiente no hay conflictos. Estos se plantean cuando los miembros encuentran una fórmula subjetivamente "mejor" para dar satisfacción a las necesidades o aspiraciones que pretendían conseguir asociándose al grupo, o cuando cambian de parecer y ponen otras necesidades o aspiraciones en términos prioritarios a aquéllas. Generalmente les sucede a personas que forman parte de varias zonas de interés cuando las exigencias de cada una de ellas colisionan entre sí.
Paralelamente se van deshinchando en Occidente las viejas fórmulas de "autoridad" y "adhesión". Ya nadie pacta la entrega de la totalidad de su vida a ninguna persona o grupo. Esto es muy advertible en política. Los profesionales comienzan a darse cuenta de que la autoridad está, por una parte, fragmentándose en liderazgos variados según los diferentes grupos a los que las personas se asocian. A ningún político se le ocurriría hoy pedir adhesión a sus puntos de vista musicales.
La gente, y especialmente la juventud, tiene unos líderes musicales concretos y cambiantes. Por otra parte -y esto entristece a los políticos antiguos-, el ciudadano occidental empieza a considerarse consumidor y les pide no ideales sino más y mejores servicios. Más salud, más carreteras, precios baratos, participación en las decisiones globales, etcétera.
Todo ello forma parte del citado proceso de "humanización", al que contribuyen más, como casi siempre, los adelantos técnicos que las proclamaciones doctrinales. Por ejemplo, toda la estrategia de integración de los miembros de una organización en la adopción de decisiones, la descentralización, etc., ha nacido a impulsos de las técnicas de sistematización y automatización de los sistemas operativos para atender necesidades a escala masiva, y en especial para la incorporación de máquinas a las operaciones de rutina. Los modelos cibernéticos exigen el feed-back del diálogo y de la participación, arruinando la concepción burocrática anterior.
Como dice Garaudy, estas técnicas modernas implican un reajuste permanente, responsabilidades bien establecidas, trabajo en grupo, diálogo y participación, siendo la decisión cada vez menos un arbitraje y cada vez más un impulso.
Sin embargo, los nuevos hechos no son tan notorios en el mundo cultural, religioso o político, porque la evaluación, el enjuiciamiento, no son tan inmediatos como en las actividades mercantiles. En el "modelo" burocrático occidental todavía persisten en gran escala procedimientos antiguos; las decisiones recorren un largo camino de arriba abajo, a través de un proceso legal increíblemente ineficaz, que condena a los participantes a los dos males típicos de la sociedad industrial: la "alienación" y el aburrimiento.
De ahí que los nuevos modelos de asociación, las adhocracias de que habla Toffiin, tengan tanto éxito lo mismo en las realizaciones materiales que en las aventuras políticas, religiosas y culturales del momento.
El mimetismo típico y el tempo peculiar de las organizaciones religiosas occidentales hace que todavía persigan la eficacia por la vía del modelo tradicional, sin comprender que, en sus propias narices, el mundo civil está evolucionando hacia fórmulas más enriquecedoras de la participación personal. No puede extrañar, pues, que de esas organizaciones se marginen los más jóvenes y los más inteligentes, incapaces de soportar el tedio y el legalismo de instituciones en las que parece haberse parado el reloj.
En el Opus Dei cabe estar o dentro del mecanismo de gestiones, actuaciones, etc., pertenecientes a la estructura burocrática -y entonces se participa de la excitación de la jugada, siempre que uno comulgue con ella-, o tangencialmente, viviendo cada uno su propia vida como sacerdote o laico. Si se progresa en madurez personal y en conciencia de modernidad, los últimos se encuentran en una colisión permanente con la mayoría de las ideas o los comportamientos que la asociación trata de imponerles y viven en una permanente crisis de conciencia.
No pasa un día, desde hace ya varios años, sin que surja una publicación importante sobre los cambios en la Iglesia católica. Desde cientos de vertientes, teólogos, filósofos, sociólogos, etc., examinan los fenómenos de la fe y la religión cada vez con mayor perspectiva de integración en el resto del acontecer humano y con menos miedo a los tabúes y a las condenas.
El conocimiento de lo religioso, aun dentro de la Iglesia católica, ya no es un saber normativo, "lo que hay que creer y lo que hay que obrar", sino un acercamiento desenfadado y no siempre intelectual, dispuesto a averiguar qué ventajas saca el hombre de aceptar una determinada manera de vivir, y a tratar de homologar existencialmente cada credo. A la Iglesia católica le están pasando muchas cosas, pero como está también organizada según el modelo burocrático occidental, su capacidad de reacción y asimilación es relativa.
Las cuestiones de la Iglesia han sido habitualmente discutidas y resueltas por hombres de Iglesia. Si nos ponemos en el pellejo de los contemporáneos podemos preguntarnos: ¿qué tipo de cosas pueden entender y resolver? El entrenamiento a que son habitualmente sometidos tiene que ver con dos áreas importantes: el sentido profundo de la vida y el comportamiento.
No tiene nada que ver, en cuanto tal entrenamiento específico, ni con la ciencia positiva ni con la tecnología. Por eso no se les puede pedir legítimamente que se hagan cargo inmediatamente de las implicaciones que para las áreas de su entrenamiento tienen los acontecimientos producidos fuera de ellos. De ahí el retraso habitual con que la Iglesia coge los trenes del progreso.
Sin embargo, algunas facetas de éste, como las "comunicaciones" y la velocidad a que fluye hoy la "información", se proyectan sobre sus áreas específicas de muchas maneras imprevisibles, dando lugar a que los hombres de Iglesia, los que deciden, se familiaricen aun sin quererlo con el mundo del que no participan y, sobre todo, descubran que hay otras maneras de entender y vivir el sentido profundo de la vida y el comportamiento.
Respecto a lo primero, me parece digno de citar el impacto que recibe la Iglesia católica al comprobar las riquezas espirituales de otras civilizaciones distintas a la occidental, palpando con asombro que las experiencias místicas, las intuiciones metafísicas no son patrimonio suyo ni de la cultura donde está mayoritariamente establecida. Y la cuestión entonces no es respetar a las demás filosofías o religiones, sino descubrir que es imposible, o al menos inaceptable, que las "síntesis" que pretende hacer las construya sin tener en cuenta esas otras aportaciones. Los diálogos con los no cristianos terminan, naturalmente, modificando a los cristianos.
Y en cuanto al comportamiento, también la Iglesia descubre no sólo que no posee el monopolio ético en la predicación -en la conducta ya lo había descubierto-, sino que formas de actuar "sospechosas" doctrinalmente se insertan mucho más profundamente en los signos de los tiempos que las "ortodoxas". Y así, una teología de orden, respetuosa con las instituciones al precio de sacrificar frecuentemente los derechos de la persona, está siendo sustituida por una sucesión, no siempre coherente, de afirmaciones magisteriales que aceptan la necesidad de provocar el cambio y se niegan a bendecir y compartir sistemas injustos.
El resumen podría ser que hoy la Iglesia católica duda, no termina de comprender a Dios ni al hombre, se siente afectada por un cambio sin precedentes en la historia de la civilización de cuyos interrogantes no posee todas las respuestas, y no tiene demasiada prisa en dar otra cosa que consuelo, afecto y comprensión, especialmente a los que más sufren.
Esta nueva actitud es obra de los hombres de Iglesia más lúcidos y valientes, aquellos que aceptan el gran desafío de no conformarse a una imagen de Dios incomprensible para el hombre moderno sin tener todavía otra que ofrecer en sustitución y que respondan al mismo tiempo a la Revelación y al modo de entender ésta desde la sociedad contemporánea.
Sin embargo, el proceso es largo y doloroso porque hay todo un sentido de lealtad a la letra del Evangelio, muy similar al que encontró Jesucristo en los doctores de Israel, que conecta la fidelidad a Dios con la fidelidad a una interpretación concreta del mensaje bíblico.
Así que mientras los hombres nuevos no sucedan a los viejos en la burocracia y ésta no altere sustancialmente sus mecanismos operativos, la Iglesia católica, como las demás institucionales, asiste con dolor a las deserciones y, sobre todo, a la creación de formas no institucionales de asociación en las que jóvenes de distintas confesiones, o aun de ninguna, tratan de resolver los interrogantes de esa dimensión última de la existencia humana, mucho más por la vía de la experiencia que por la del saber cognoscitivo.
Y, como siempre, los hombres de la lealtad al pasado, mientras tratan de poner "puertas al campo" y hacer más traumática la transición, sueñan con el retorno a los sistemas que ellos entienden y forman la legión de los plañideros.
No es necesario explicar a qué sector pertenece el Opus Dei ni cuáles son las consecuencias internas del proceso señalado. Solamente hay que destacar que la adaptación es mucho más difícil que en otros grupos católicos, porque las creencias y actitudes de los socios de la Obra se basan, hoy por hoy, en una lealtad incuestionada a una sola persona que define la doctrina e impulsa las actividades. Los socios podrán, si se atreven, mandar alguna información o ejercer su juicio crítico en algún nivel inferior, pero la fabulosa personalidad del padre Escrivá es en última instancia quien juzga y resuelve en base naturalmente al voto de confianza que, prácticamente incondicionado y mayoritario, le han otorgado sus súbditos.
Sin embargo, el padre Escrivá se encuentra en la necesidad de tener que negociar con una Iglesia oficial que está cambiando las cosas relacionadas con la "aprobación" de la Obra, y su actitud, deducida de sus hechos y dichos, es una mezcla de asombro, confusión, enfado y nostalgia ante la evolución que advierte en el Vaticano. Como él no puede, dada su formación, prescindir de la dependencia a la jerarquía ordinaria, ha de bailar al son que le toquen y unas veces parece amigo de la libertad y otras de la vuelta a la Inquisición.
La inicial aportación "renovadora" de la Obra se situó dentro del anterior contexto eclesial, y en él parecía moderna y refrescante. Ahora ha sido ampliamente sobrepasada por las nuevas corrientes y los nuevos hombres, con lo cual la línea de desarrollo de la Asociación, habida cuenta de esos factores, queda colgada en el aire.
No conozco ninguna otra versión de la frase española "hablar en cristiano". Con ella se identifica la lengua de Cervantes y la neotestamentaria, que ya es identificar.
Este podría ser un resumen de la herencia cultural de la raza, descrita con gracia y precisión por los modernos historiadores y sociólogos. Frente a ella comienza a darse testimonio de esa otra línea española, liberal y risueña, que nunca consiguió imponerse a la primera pero que, indudablemente, existió y lleva camino de asociarse a la modernidad, si no es aniquilada una vez más por sus propios errores y la fuerza del adversario.
De todas maneras hay que reconocer que la España oficial, desde Fernando e Isabel por lo menos, ha sido protagonizada por gentes de la primera extracción que han impuesto su ley a los demás. Vigorizada semejante actitud con motivo de la guerra civil, hemos asistido al espectáculo de una nueva "clericalización" nacional sin que el país tenga todavía fuerzas suficientes para desentenderse de Roma y montar una convivencia civil basada en los principios que tan dolorosamente se abren paso en otros países.
Sin embargo, una vez más también, los cambios en la Iglesia han cogido desprevenidos a sus más fieles súbditos, entrenados durante siglos en acomodar su conciencia a las luces que venían de Roma.
En ese clima nació la Obra, a él pertenecen sus primeros socios y, por ahora, sus principales dirigentes en todo el mundo, bien por su edad y nacionalidad o por haber sido adoctrinados por los primeros. Analizar las veces que ¿as gentes más representativas del Opus Dei, por sí o por indicación superior, se han puesto del lado de la tradición en los temas de convivencia española sería muy cansino. Más fácil podría ser destacar las excepciones.
La situación presente, en contra de como la describen sus adversarios, es probablemente muy distinta, ya que las gentes más jóvenes e independientes de la Asociación no sienten así y quizá por ello no tienen el deseo ni la oportunidad de acceder a cargos de responsabilidad interna. Lo normal es que cuando mentes liberales y abiertas ocupan lugares de gobierno en la Obra tengan que guardar un equilibrio inestable entre sus opiniones globales y los negocios concretos que conducen, para terminar marginándose o siendo marginados.
Como explicaré más adelante, es muy difícil que una persona, a fuerza de tener los ojos y la mente abiertos, no acabe aplicando a todos los aspectos de su vida las explicaciones que se va dando sobre muchos de ellos. Y si derrota hacia la modernidad, también pondrá en "hipótesis" los supuestos de su vida religiosa, negándose íntimamente a aceptar recetas prefabricadas. Pero una cosa es sentirlo y otra ponerlo en práctica. Así que cabe mantener, por mil razones, ese equilibrio inestable al precio de no estar demasiado en contacto con la burocracia de la Obra y las actividades de ella.
Esto quiere decir que la tradición más pura de la Contrarreforma está no ya en las actitudes de la mayoría de los socios de cuarenta años para arriba, sino en el centro mismo del gobierno del Instituto y especialmente en todo lo que tiene que ver con la formación de sus miembros. Cómo resultará posible mantener ese estado de cosas frente a las nuevas generaciones y por cuánto tiempo, es algo que merecería atención particular de los más interesados, es decir, de los actuales directivos de la Obra.
Se ha puesto de moda en los libros testimonios una especie de strip-tease espiritual consistente en explicar dos cosas. El desde dónde son escritos, es decir, la perspectiva del escritor, su mundo interior, sus experiencias, como algo que de alguna manera da la clave interpretativa del libro.
Y paralelamente sus razones para escribirlo y difundirlo. Sobre esto último pienso que sería ocioso abrumar al lector con una muy subjetiva enumeración de las tres o cuatro razones que hoy están en el consciente. Prefiero dejar que sea él, si le divierte, quien las descubra en el texto y aun añadir las que atribuya a mi subconsciente. En cuanto a la perspectiva, tampoco me parece que voy a descubrir ningún Mediterráneo. Voy comprobando, en contra de mis primeras impresiones, que pertenezco a la ancha mayoría de quienes, a fuerza de vivir en paralelos distintos y permitir que ideas y acontecimientos muy variados hostilicen lo que uno tenía por inconmovible, no sienten ninguna prisa por adquirir una nueva explicación global de la vida.
Prefiero, como tantos, participar en el gran espectáculo de nuestro tiempo, observando aquí y allá la belleza de las nuevas adquisiciones del hombre y la lentitud con que se generalizan. Y en las actividades, en las tareas que se hacen en cada uno de los lugares adonde la vida me lleva, tratar de respetar al máximo a las personas con que me relaciono, aunque eludiendo las que me resultan aburridas o que encuentro demasiado seguras de sí mismas.
Un punto final a esta introducción parece necesario. El tema de la Obra ha sido definido por sus dirigentes como un "saber" también normativo, algo sobre lo que no cabe más interpretación que la que dan ellos. Con eso desde luego no han conseguido su propósito, porque olvidan que ya va siendo difícil, incluso en España, imponer comportamientos y, aún menos, modos de enjuiciar. Lo que han logrado, a fuerza de tratar de mantener el asunto en el plano de las intenciones y los propósitos, es que mucha gente se forme opiniones aberrantes y otros, simplemente, se desentiendan de una cuestión esotérica explicada ex cátedra.
Tratando de convencer de que el Opus Dei es un asunto de conciencia individual, han logrado también eso, que cada conciencia individual forme su propia definición de la Obra. Pero con pocos datos y frecuentemente radicalizados por los amigos y los enemigos. Una tercera manía, el secreto y el susurro, es simplemente inaceptable en la sociedad moderna. Sin embargo, hay quienes la padecen, hasta en política, convirtiendo en privados los asuntos públicos.
Cada vez que alguien trata de persuadirme para "privatizar" un tema que no me sabe a privado y circunscribirlo al área de la intimidad, siento un movimiento instintivo de pedir hora en la televisión para explicar mi versión del mismo. Gran parte de este libro es una difusión pública de ideas y experiencias largamente discutidas y "reportadas" en el seno de la organización. A lo largo de tres penosos años creí que se podría conciliar la lealtad a la institución, a las personas y a mi propia conciencia. Y me equivoqué. Porque esas personas, trágicamente, creen servir a Dios sofocando cualquier otra manera de entenderlo que no encaje en sus coordenadas. Incluso olvidando que las más válidas de las "conversiones" son las interiores. Interiores a cada hombre y a cada organización cuando se acepta valientemente el reto de la crítica ajena.
ALBERTO MONCADA